3. Qué “marca” dejan los éxtasis en el alma[26]

Como ya he dicho, los éxtasis se producen cuando el alma ha llegado a las sextas moradas y Dios los concede para que el alma llegue a las séptimas, al matrimonio espiritual. No es un don que llega sólo como premio y repleto de gozo. Al entrar en las sextas moradas se produce lo que los místicos llaman «la herida» definitiva del alma[27]. Es una “herida de fuego”, producida por una extraña “centella” (relámpago, chispa) de origen divino, o por una “saeta” hincada en lo más vivo de las entrañas y que deja en pos de sí una «llaga» de la ausencia de Dios. “No ponemos nosotros la leña, sino que parece que, hecho ya el fuego, de presto nos echan dentro para que nos quememos”[28].

 El alma se siente llevada, empujada, arrastrada hacia ese lugar donde Dios la espera para purificarla mediante la experiencia de la ausencia del Señor. El alma no hace nada por sufrir. Entrada en ese lugar purificador, le clavan como una saeta en lo más vivo de sus entrañas y en el corazón. La ausencia de Dios la siente como una saeta clavada en el corazón. El alma sabe perfectamente que ama a Dios, pero esa saeta aumenta el fuego de desasimiento de sí misma, tanto que perdería la vida por él. Y Teresa no encuentra otras palabras más adecuadas para expresar esta experiencia[29].

  La incandescencia del amor y de los deseos va a producir un primer efecto abrasador y purificador. Es la gran prueba, inseparable de la experiencia mística profunda. Es lo que San Juan de la Cruz llama “noche del espíritu.”

No es que “Dios se esconde”. También eso puede suceder. La Madre se quejaba a Jesús de que era mucho tiempo que no lo “veía”, que se había escondido (un día para ellos es una eternidad). El alma ha visto, gozado y se ha unido de tal forma a Dios que quisiera “hacer tres tiendas” y que su vida fuese un “estar” en el Tabor. Pero Dios se encarga de la purificación desatando huracanes de “persecuciones”, de calumnias, de condenas, etc. que arrojan al alma del místico en un mundo donde parece que todo se ha vuelto contra Dios y contra él y en un mundo de soledad.

Esta prueba de la ausencia de Dios no es sólo impresión de que Dios se ha ido, que Dios está lejano, que ya no siente el cariño de Dios. Se trata, según Teresa, de una prueba dolorosa y total a la que es sometido el místico de forma exhaustiva: desde fuera y desde dentro de sí mismo.

- En su dinamismo psicológico, obscurecimiento e impotencia interior,

- En sus relaciones con los demás, total incomprensión y aislamiento

- En su relación con Dios, radical sentimiento de ausencia y desamparo.

En esta línea debemos interpretar las quejas de la Madre por las “ausencias” de Jesús y que fueron “las persecuciones” que tuvo que soportar, las enfermedades que padeció y los sufrimientos de desamparo que vivió, en medio de los cuales tenía la impresión de que el Señor estaba lejos y que la había dejado desamparada en medio de sus enemigos y en medio de las luchas. Es la purificación total del alma. A Dios se le ama más que a uno mismo, pero Dios se esconde tras esos contratiempos y pruebas para purificar aún más el amor.

 Comienza por lo exterior[30]. En la Madre esta “herida” toma las siguientes formas:

- Incomprensión y acoso de amigos y asesores de espíritu[31]. (Eijo y Garay, Patrocinio, Odío, confesores claretianos, Doroteo, Antín y compañía, Visitadores apostólicos, Obispos, Hijas, etc. etc.).

- Lo normal y lo más corriente es que el místico pase por el crisol de la enfermedad: «enfermedades gravísimas»[32]. Otro punto que debemos enfocar correctamente al analizar las enfermedades de la Madre, tan graves y recurrentes y a lo largo de casi toda su vida. Esta cruz no se apartó de su vida. La acusaron de histérica, pero la verdadera causa está en Dios. De aquí, también, la caída repentina en enfermedades y las curaciones repentinas.

- No son sólo enfermedades del cuerpo. “Lo peor y más recio sucede cuando a éstas se suman las crisis psicológicas: «porque descomponen lo exterior e interior de manera que aprietan al alma, que no sabe qué hacer de sí, y de muy buena gana tomaría cualquier martirio... (antes) que estos dolores; aunque en tan grandísimo extremo no duran tanto, que en fin no da Dios más de lo que se puede sufrir»[33]. Hablando de sí misma escribe: «Yo conozco una persona (ella misma), que desde que comenzó el Señor a hacerle esta merced, que ha cuarenta años, no puede decir con verdad que ha estado día sin tener dolores y otras maneras de padecer, de falta de salud corporal, digo, sin otros grandes trabajos»[34].

Vemos reflejada la vida de nuestra Madre. “Si Tú quieres Señor taladrar mis sienes, mi corazón y mis manos... Señor, Tú lo puedes hacer, pues yo quiero lo que quieres Tú, pero Señor, si es de tu agrado, que no se vea nada en la criatura solamente el amor y de este modo yo pueda decir a las personas que viene, que vayan a Ti, a tu Santuario, al Crucifijo, que eres Tú que no cuentas, perdonas y olvidas. ¡Hazlo, Señor...!”[35]. “Sentía un grande temor que llegara este primer viernes de Cuaresma...; si Tú quisieras librarme de estas cosas que se ven... Dame Señor... si Tú quieres que yo no pueda caminar, si Tú quieres darme grande sufrimientos... Sí, Señor, pero en silencio, escondidos, siempre ocultos, que nadie se fije en la criatura sino que todos te vean a Ti[36]

Sigue por lo interior. Esto es lo más intenso de la noche: la prueba de la fe: Desolación y sequedad en la relación con Dios y sentimiento de su ausencia de Dios. Teresa describe esa situación del alma en tres pinceladas:

- Recuerdo sofocante de los pecados pasados, hasta «pensar que por ellos ha de permitir Dios que sea engañada» [37],

- Sequedades en pleno mar de amor: «Es cosa insufrible, en especial cuando tras estos temores vienen unas sequedades que no parece que jamás se ha acordado de Dios ni se ha de acordar, y que como una persona de quien oyó decir desde lejos es cuando oye hablar de Su Majestad»[38]

- Oscuridad en la mente y confusión en la fe, nubladas ambas por “los desatinos que el demonio le quiere representar”..., porque son muchas las cosas que la combaten, con un apretamiento interior de manera tan sentible e intolerable, que yo no sé a qué se pueda comparar sino a los que padecen en el infierno... Está el entendimiento tan oscuro, que no es capaz de ver la verdad... La gracia está tan escondida, que ni aun una centella muy pequeña le parece ver de que tiene amor de Dios ni que le tuvo jamás»[39]

Teresa comenzó el capítulo advirtiéndoselo al lector: aquí, a la altura de las sextas moradas, «ya el alma queda bien determinada a no tomar otro esposo; mas el Esposo no mira a los grandes deseos que tiene de que se haga ya el desposorio, que aún quiere que lo desee más y que le cueste algo Bien que es el mayor de los bienes. Y aunque todo es poco para tan grandísima ganancia, yo os digo, hijas, que no deja de ser menester la muestra y señal que ya tiene de ella, para poderse llevar»[40]. Es preciosa la descripción. En medio de esas pruebas el alma no brinda su amor a ninguna cosa, no se detiene en el amor en nada, desea morir de amor, está determinada a no tomar otro esposo, pero debe pasar la prueba definitiva del amor. El Señor quiere que aún lo desee más, que le entregue “todo” de sí misma para recibir el sumo Bien.

  La insistencia machacona de la Madre en medio de esas “persecuciones” y “pruebas” de obrar en todo por la mayor gloria de Dios, de cumplir fielmente en todo la voluntad de Dios, de evitar incluso las imperfecciones, de no dar ningún “disgusto” a Dios por mínimo que sea, ahondan estas exhortaciones sus raíces en este terreno del cuarto y quinto grado del camino hacia la santidad propuesto por ella, o, según santa Teresa, en el sexto y séptimo grado de las Moradas. La Madre enseña lo que vive. Es no tener ya “otro esposo” que el Bien supremo

En definitiva, el para qué de la noche es en función de comprobar y reforzar los ojos del alma para entrar en la luz del definitivo amanecer. En el libro de la Vida había escrito «que en esta pena se purifica el alma, y se labra o purifica como el oro en el crisol, para poder mejor poner los esmaltes de sus dones, y que se purga allí lo que había de estar en purgatorio»[41]. Y lo repetirá al final de las moradas sextas: «Oh válgame Dios, Señor, cómo apretáis a vuestros amadores. Mas todo es poco para lo que les dais después. Bien es que lo mucho cueste mucho. Cuánto más que, si es purificar esta alma para que entre en la séptima morada –como los que han de entrar en el cielo se limpian en el purgatorio–, es tan poco este padecer como sería una gota de agua en la mar»[42]

¡Qué lejos de la verdad estamos cuando queremos enfocar estos temas de la Madre desde nuestra experiencia, desde nuestros criterios preconcebidos y desde nuestras verdades! “Señor, yo te pido la gracia de que Tú me pidas cuanto creas que yo debo hacer... ¿Cómo hago?! Contrariedades de una parte, embrollos y enredos por otras... no soy capaz, no soy capaz, no soy capaz, ¡Señor! Quisiera darte, Dios mío, todo aquello que Tú me pides, quisiera Señor, que no existiera en el mundo un Santuario más bello, ni en el que más gracias se reciban que el tuyo, pero yo Señor, no consigo hacerlo; me siento muy inútil, me veo nada; veo Señor, que no logro darte aquello que Tú me pides...”[43]


[26] Tomo este capítulo de F. Azurmendi, Oración y Experiencia de Dios, Desclée

[27] Teresa, VI M, 1,1

[28] Teresa, Vida, 29, 10

[29] Teresa, Libro de la Vida, 29, 10. “No procura el alma que duela esta llaga de la ausencia del Señor, sino hincan una saeta en lo más vivo de las entrañas y corazón, a las veces, que no sabe el alma qué ha ni qué quiere. Bien entiende que quiere a Dios, y que la saeta parece traía hierba para aborrecerse a sí por amor a este Señor, y perdería de buena gana la vida por él. No se puede encarecer ni decir el modo con que llaga Dios al alma, y la grandísima pena que da, que la hace no saber de sí; mas es esta pena tan sabrosa, que no hay deleite en la vida que más contento dé. Siempre querría el alma estar muriendo de este mal... Oh, ¡qué es ver un alma herida!»

[30] Ibid, VI M, 1, .3

[31] Tácitamente, Teresa aludirá al terrible período en que se la tuvo por posesa del demonio, se la privó de la comunión, se la obligó a «no pensar» en Cristo ni en su pasión, incluso a mofarse de la imagen del Señor y hacerle muecas («higas») cada vez que se le apareciese. «Yo sé de una persona que tuvo harto miedo no había de haber quien la confesase, según andaban las cosas...» (n. 4). «Cosas suficientes para quitarme el juicio», comenta ella misma (Vida 28, 18). Pues bien, ahora piensa que por esa zona de total demolición de las apoyaturas humanas tiene que pasar quien haga la travesía de las moradas sextas. Y sin embargo, esa tribulación «exterior» es solo el umbral de la noche.

[32] Teresa, VI M, 1, 6

[33] Teresa, VI M, 1, 6.

[34] Ibid, VI M, 1, 7.

[35] Pan 22, 317

[36] Pan 22, 315

[37] Teresa, VI M, 1, 8

[38] Teresa, VI M, 1, 8

[39] Ibid, VI M, 1, 9-11.

[40] Teresa, VI M, 1,1

[41] Teresa, V, 20, 16

[42] Ibid, VI M, 11, 6.

[43] Pan 22, 31